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Saturday, April 28, 2018

Lecturas recomendadas 66: "La llamada de la tribu" de Mario Vargas Llosa


No es muy frecuente que dos libros de pensadores y escritores mayores sobre politica sean publicados casi al mismo tiempo, pero seguramente es auspicioso. 

Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura y defensor consecuente de los principios liberales y republicanos por casi medio siglo ha publicado un libro que es una combinacion de ensayos sobre diferentes temas de actualidad -de Lopez Obrador a Trump- asi como una memoria de su historia personal y su evolucion y maduracion politica en ese periodo.

Vargas Llosa ha sido no solo pionero en distanciarse de la revolucion cubana de Fidel Castro y de la nicaraguense de Ortega, sino en hacerlo defendiendo el princpio de que "no hay dictaduras buenas" -algo que separa a los intelectuales independientes de aquellos "comprometidos" -o directamente "casados"- con la propaganda de un determinado regimen o "tribu" de ideas.

El tribalismo es la fuente del caudillismo y el nacionalismo (que suele terminar escribiendose con "z") que han devastado y empobrecido a America Latina con excusas de derecha y de izquierda y resultados equivalentes y a la vista.

Vargas Llosa ha pagado -y sigue pagando- el precio de ser agraviado por rufianes "comprometidos" (sobre todo con los sueldos que cobran por "escrachar" a disidentes) y por quienes prefieren dormir el suenio del relato antes que enfrentar la realidad de su fracaso, como aquella mujer comunista que despertaba de un coma en el mundo despues del muro y sus hijos mantenian enganiada emitiendo noticieros falsos para alegrarla en su recuperacion.

Pero una vez mas, en este caso sabiendo que no afectare sino positivamente las merecidas ventas del libro, prefiero dejarlos con fragmentos de "La llamada de la tribu" para que ustedes mismos juzguen. Los subrayados en negrita son mios:


"Nunca habría escrito este libro si no hubiera leído, hace más de veinte años, To the Finland Station, de Edmund Wilson.

Este fascinante ensayo relata la evolución de la idea socialista desde el instante en que el historiador francés Jules Michelet, intrigado por una cita, se puso a aprender italiano para leer a Giambattista Vico, hasta la llegada de Lenin a la estación de Finlandia, en San Petersburgo, el 3 de abril de 1917, para dirigir la Revolución rusa.

Me vino entonces la idea de un libro que hiciera por el liberalismo lo que había hecho el crítico norteamericano por el socialismo: un ensayo que, arrancando en el pueblecito escocés de Kirkcaldy con el nacimiento de Adam Smith en 1723, relatara la evolución de las ideas liberales a través de sus principales exponentes y los acontecimientos históricos y sociales que las hicieron expandirse por el mundo.

Aunque lejos de aquel modelo, éste es el remoto origen de La llamada de la tribu.

No lo parece, pero se trata de un libro autobiográfico.

Describe mi propia historia intelectual y política, el recorrido que me fue llevando, desde mi juventud impregnada de marxismo y existencialismo sartreano, al liberalismo de mi madurez, pasando por la revalorización de la democracia a la que me ayudaron las lecturas de escritores como Albert Camus, George Orwell y Arthur Koestler.

Me fueron empujando luego, hacia el liberalismo, ciertas experiencias políticas y, sobre todo, las ideas de los siete autores a los que están dedicadas estas páginas: Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich von Hayek, Karl Popper, Isaiah Berlin, Raymond Aron y Jean-François Revel.

Descubrí la política a mis doce años, en octubre de 1948, cuando el golpe militar en el Perú del general Manuel Apolinario Odría derrocó al presidente José Luis Bustamante y Rivero, pariente de mi familia materna.

Creo que durante el ochenio odriísta nació en mí el odio a los dictadores de cualquier género, una de las pocas constantes invariables de mi conducta política.

Pero sólo fui consciente del problema social, es decir, de que el Perú era un país cargado de injusticias donde una minoría de privilegiados explotaba abusivamente a la inmensa mayoría, en 1952, cuando leí La noche quedó atrás, de Jan Valtin, en mi último año de colegio.


Ese libro me llevó a contrariar a mi familia, que quería que entrara a la Universidad Católica —entonces, la de los niños bien peruanos—, postulando a la Universidad de San Marcos, pública, popular e insumisa a la dictadura militar, donde, estaba seguro, podría afiliarme al partido comunista.

La represión odriísta lo había casi desaparecido cuando entré a San Marcos, en 1953, para estudiar Letras y Derecho, encarcelando, matando o mandando al exilio a sus dirigentes; y el partido trataba de reconstruirse con el Grupo Cahuide, del que fui militante por un año.

Fue allí donde recibí mis primeras lecciones de marxismo, en unos grupos de estudio clandestinos, en los que leíamos a José Carlos Mariátegui, Georges Politzer, Marx, Engels, Lenin, y teníamos intensas discusiones sobre el realismo socialista y el izquierdismo, «la enfermedad infantil del comunismo».

La gran admiración que sentía por Sartre, a quien leía devotamente, me defendía contra el dogma —los comunistas peruanos de ese tiempo éramos, para decirlo con una expresión de Salvador Garmendia, «pocos pero bien sectarios»— y me llevaba a sostener, en mi célula, la tesis sartreana de que creía en el materialismo histórico y la lucha de clases, pero no en el materialismo dialéctico, lo que motivó que, en una de aquellas discusiones, mi camarada Félix Arias Schreiber me calificara de «subhombre».

Me aparté del Grupo Cahuide a fines de 1954, pero seguí siendo, creo, socialista, por lo menos en mis lecturas, algo que, luego, con la lucha de Fidel Castro y sus barbudos en la Sierra Maestra y la victoria de la Revolución cubana en los días finales de 1958, se reavivaría notablemente.

Para mi generación, y no sólo en América Latina, lo ocurrido en Cuba fue decisivo, un antes y un después ideológico. Muchos, como yo, vimos en la gesta fidelista no sólo una aventura heroica y generosa, de luchadores idealistas que querían acabar con una dictadura corrupta como la de Batista, sino también un socialismo no sectario, que permitiría la crítica, la diversidad y hasta la disidencia.

Eso creíamos muchos y eso hizo que la Revolución cubana tuviera en sus primeros años un respaldo tan grande en el mundo entero. En noviembre de 1962 estaba en México, enviado por la Radiotelevisión Francesa en la que trabajaba como periodista, para cubrir una exposición que Francia había organizado en el Bosque de Chapultepec, cuando estalló la crisis de los cohetes en Cuba.

Me enviaron a cubrir la noticia y viajé a La Habana en el último avión de Cubana de Aviación que salió de México, antes del bloqueo. Cuba vivía una movilización generalizada temiendo un desembarque inminente de los marines. El espectáculo era impresionante. En el Malecón, los pequeños cañones antiaéreos llamados bocachicas eran manejados por jóvenes casi niños que aguantaban sin disparar los vuelos rasantes de los Sabres norteamericanos y la radio y la televisión daban instrucciones a la población sobre lo que debía hacer cuando comenzaran los bombardeos.

Se vivía algo que me recordaba la emoción y el entusiasmo de un pueblo libre y esperanzado que describe Orwell en Homenaje a Cataluña cuando llegó a Barcelona como voluntario al comienzo de la guerra civil española.

Conmovido hasta los huesos por lo que me parecía encarnar el socialismo en libertad, hice una larga cola para donar sangre, y gracias a mi antiguo compañero de la Universidad de Madrid Ambrosio Fornet y la peruana Hilda Gadea, que había conocido al Che Guevara en la Guatemala de Jacobo Árbenz y se había casado y tenido una hija con él en México, estuve con muchos escritores cubanos ligados a la Casa de las Américas y a su presidenta, Haydée Santamaría, a quien traté brevemente.

Cuando partí, unas semanas después, los jóvenes cantaban en las calles de La Habana «Nikita, mariquita, / lo que se da / no se quita», por haber aceptado el líder soviético el ultimátum de Kennedy y haber sacado los cohetes de la isla.

Sólo después se sabría que en este acuerdo secreto John Kennedy al parecer prometió a Jruschov que, a cambio de aquel retiro, Estados Unidos se abstendría de invadir Cuba y que retiraría los misiles Júpiter de Turquía.

Mi identificación con la Revolución cubana duró buena parte de los años sesenta, en los que viajé cinco veces a Cuba, como miembro de un Consejo Internacional de Escritores de la Casa de las Américas, y a la que defendí con manifiestos, artículos y actos públicos, tanto en Francia, donde vivía, como en América Latina, a la que viajaba con cierta frecuencia.

En esos años reanudé mis lecturas marxistas, no sólo en los libros de sus clásicos, sino, también, en los de escritores identificados con el partido comunista o cercanos a él, como Georg Lukács, Antonio Gramsci, Lucien Goldmann, Frantz Fanon, Régis Debray, el Che Guevara y hasta el ultra ortodoxo Louis Althusser, profesor de la École Normale que enloqueció y mató a su mujer.

Sin embargo, recuerdo que en mis años de París, una vez por semana compraba a escondidas el periódico réprobo de la izquierda, Le Figaro, para leer el artículo de Raymond Aron, cuyos penetrantes análisis de la actualidad me incomodaban a la vez que seducían.

Me fueron apartando del marxismo varias experiencias de finales de los años sesenta: la creación de las UMAP en Cuba, eufemismo que tras la apariencia de Unidades Militares de Ayuda a la Producción escondía los campos de concentración donde fueron mezclados contra-revolucionarios, homosexuales y delincuentes comunes. Mi viaje a la URSS en 1968, invitado a una conmemoración relacionada con Pushkin, me dejó un mal sabor de boca. Allí descubrí que, si yo hubiera sido ruso, habría sido en ese país un disidente (es decir, un paria) o habría estado pudriéndome en el Gulag. Aquello me dejó poco menos que traumatizado. Sartre, Simone de Beauvoir, Merleau-Ponty y Les Temps Modernes me habían convencido de que, pese a todo lo que anduviera mal en la URSS, ella representaba el progreso y el futuro, la patria donde, como decía Paul Éluard en un poema que yo me sabía de memoria, «No existen las putas, los ladrones ni los curas».

Pero sí existían la pobreza, los borrachos tirados por la calle y una apatía generalizada; se sentía por doquier una claustrofobia colectiva debido a la falta de informaciones sobre lo que ocurría allí mismo y en el resto del mundo.

Bastaba mirar alrededor para saber que, aunque hubieran desaparecido las diferencias de clase en función del dinero, en la URSS las desigualdades eran enormes y existían exclusivamente en función del poder.

Pregunté a un ruso parlanchín: «¿ Quiénes son los más privilegiados aquí?». Me respondió: «Los escritores sumisos. Tienen dachas para pasar las vacaciones y pueden viajar al extranjero. Eso los pone muy por encima de los hombres y mujeres del común. ¡No se puede pedir más!».

¿Podía defender ese modelo de sociedad, como había venido haciéndolo, sabiendo ahora que para mí hubiera resultado invivible?

Y también fue importante mi decepción con el propio Sartre, el día que leí en Le Monde una entrevista que le hacía Madeleine Chapsal en la que declaraba que comprendía que los escritores africanos renunciaran a la literatura para hacer primero la revolución y crear un país donde aquella fuera posible.

Decía también que, frente a un niño que moría de hambre, «La Nausée ne fait pas le poids» (« La Náusea no sirve de nada»). Me sentí poco menos que apuñalado por la espalda. ¿Cómo podía afirmar eso quien nos había hecho creer que escribir era una forma de acción, que las palabras eran actos, que escribiendo se influía en la historia? Ahora resultaba que la literatura era un lujo que sólo podían permitirse los países que habían alcanzado el socialismo.

En esa época volví a leer a Camus y a darle la razón, comprendiendo que en su famosa polémica con Sartre sobre los campos de concentración en la URSS era él quien había acertado; su idea de que cuando la moral se alejaba de la política comenzaban los asesinatos y el terror, era una verdad como un puño. Toda esa evolución apareció luego en un librito que recogía mis artículos de los años sesenta sobre ambos pensadores: Entre Sartre y Camus[1].

Mi ruptura con Cuba y, en cierto sentido, con el socialismo, vino a raíz del entonces celebérrimo (ahora casi nadie lo recuerda) caso Padilla.

El poeta Heberto Padilla, activo participante en la Revolución cubana —llegó a ser viceministro de Comercio Exterior—, comenzó a hacer algunas críticas a la política cultural del régimen en el año 1970. Fue primero atacado con virulencia por la prensa oficial y luego encarcelado, con la acusación disparatada de ser agente de la CIA. Indignados, cinco amigos que lo conocíamos —Juan y Luis Goytisolo, Hans Magnus Enzensberger, José María Castellet y yo— redactamos en mi piso de Barcelona una carta de protesta a la que se adherirían muchos escritores en todo el mundo, como Sartre, Simone de Beauvoir, Susan Sontag, Alberto Moravia, Carlos Fuentes, protestando por aquel atropello. Fidel Castro respondió en persona acusándonos de servir al imperialismo y afirmando que no volveríamos a pisar Cuba por «tiempo indefinido e infinito» (es decir, toda la eternidad).

Pese a la campaña de ignominias de que fui objeto a raíz de ese manifiesto, aquello me quitó un gran peso de encima: ya no tendría que estar simulando una adhesión que no sentía con lo que pasaba en Cuba.

 Sin embargo, romper con el socialismo y revalorizar la democracia me tomó algunos años.

Fue un período de incertidumbre y revisión en el que, poco a poco, fui comprendiendo que las «libertades formales» de la supuesta democracia burguesa no eran una mera apariencia detrás de la cual se ocultaba la explotación de los pobres por los ricos, sino la frontera entre los derechos humanos, la libertad de expresión, la diversidad política, y un sistema autoritario y represivo, donde, en nombre de la verdad única representada por el partido comunista y sus jerarcas, se podía silenciar toda forma de crítica, imponer consignas dogmáticas y sepultar a los disidentes en campos de concentración e, incluso, desaparecerlos.

Con todas sus imperfecciones, que eran muchas, la democracia al menos reemplazaba la arbitrariedad por la ley y permitía elecciones libres y partidos y sindicatos independientes del poder. Optar por el liberalismo fue un proceso sobre todo intelectual de varios años al que me ayudó mucho el haber residido entonces en Inglaterra, desde fines de los años sesenta, enseñando en la Universidad de Londres y haber vivido de cerca los once años de gobierno de Margaret Thatcher.

Ella pertenecía al Partido Conservador, pero la guiaban como estadista unas convicciones y, sobre todo, un instinto profundamente liberales; en eso, se parecía mucho a Ronald Reagan. La Inglaterra a la que ella subió a gobernar en 1979 era un país en decadencia, al que las reformas laboristas (y también tories) habían ido apagando y sumiendo en una rutina estatista y colectivista crecientes, aunque se respetaran las libertades públicas, las elecciones y la libertad de expresión.

Pero el Estado había crecido por doquier con las nacionalizaciones de industrias y una política, en la vivienda por ejemplo, que volvía cada vez más dependiente al ciudadano de las mercedes del Estado. El socialismo democrático había ido aletargando al país de la Revolución industrial, que languidecía ahora en una monótona mediocridad.

El gobierno de Margaret Thatcher (1979-1990) significó una revolución, hecha dentro de la más estricta legalidad. Las industrias estatizadas fueron privatizadas y las empresas británicas dejaron de recibir subsidios y fueron obligadas a modernizarse y competir en un mercado libre, en tanto que las viviendas «sociales», que los Gobiernos hasta entonces alquilaban a la gente de bajos ingresos —así mantenían el clientelismo electoral—, fueron vendidas a sus inquilinos, de acuerdo a una política que quería convertir a Gran Bretaña en un país de propietarios.

Sus fronteras se abrieron a la competencia internacional en tanto que las industrias obsoletas, por ejemplo las del carbón, eran cerradas para permitir la renovación y modernización del país. Todas estas reformas económicas dieron lugar, por supuesto, a huelgas y movilizaciones sociales, como la de los obreros de las minas de carbón, que duró cerca de dos años, en las que la personalidad de Margaret Thatcher mostró un coraje y una convicción que Gran Bretaña no había conocido desde los tiempos de Winston Churchill.

Aquellas reformas, que convirtieron al país en pocos años en la sociedad más dinámica de Europa, vinieron acompañadas de una defensa de la cultura democrática, una afirmación de la superioridad moral y material de la democracia liberal sobre el socialismo autoritario, corrupto y arruinado económicamente que reverberó por todo el mundo. Esta política coincidió con la que llevaba a cabo al mismo tiempo en Estados Unidos el presidente Ronald Reagan.

Por fin aparecían al frente de las democracias occidentales unos líderes sin complejos de inferioridad frente al comunismo, que recordaban en todas sus intervenciones los logros en derechos humanos, en igualdad de oportunidades, en el respeto al individuo y a sus ideas, ante el despotismo y el fracaso económico de los países comunistas.

En tanto que Ronald Reagan era un extraordinario divulgador de las teorías liberales, que sin duda conocía de manera un tanto general, la señora Thatcher era más precisa e ideológica.

No tenía escrúpulo alguno en decir que ella consultaba a Friedrich von Hayek y que leía a Karl Popper, al que consideraba el más grande filósofo contemporáneo de la libertad. A ambos los leí yo en aquellos años y desde entonces La sociedad abierta y sus enemigos y Camino de servidumbre se convirtieron para mí en libros de cabecera.

Aunque en cuestiones económicas y políticas Ronald Reagan y Margaret Thatcher tenían una inequívoca orientación liberal, en muchas cuestiones sociales y morales defendían posiciones conservadoras y hasta reaccionarias —ninguno de ellos hubiera aceptado el matrimonio homosexual, el aborto, la legalización de las drogas o la eutanasia, que a mí me parecían reformas legítimas y necesarias— y en eso, desde luego, yo discrepaba de ellos. Pero, hechas las sumas y las restas, estoy convencido de que ambos prestaron un gran servicio a la cultura de la libertad.

Y, en todo caso, a mí me ayudaron a convertirme en un liberal. Tuve la suerte, gracias al historiador Hugh Thomas, un viejo amigo, de conocer a la señora Thatcher en persona.

Aquél, asesor del Gobierno británico para cuestiones españolas y latinoamericanas, organizó una cena de intelectuales en su casa de Ladbroke Grove para enfrentar a la señora Thatcher a los tigres. (La izquierda fue, por supuesto, la enemiga más encarnizada de la revolución thatcheriana). La sentaron junto a Isaiah Berlin, a quien ella se dirigió toda la noche con el mayor respeto.

Estaban presentes los novelistas V. S. Naipaul y Anthony Powell; los poetas Al Alvarez, Stephen Spender y Philip Larkin; el crítico y cuentista V. S. Pritchett; el dramaturgo Tom Stoppard; el historiador J. H. Plumb, de Cambridge; Anthony Quinton, presidente del Trinity College (Oxford), y alguien más que no recuerdo.

A mí me preguntó dónde vivía y, cuando le dije que en Montpelier Walk, ella me recordó que era vecino de Arthur Koestler, a quien, a todas luces, había leído. La conversación fue una prueba a la que los intelectuales presentes sometieron a la primera ministra. La delicadeza y buenas formas de la cortesía británica disimulaban apenas una recóndita pugnacidad.

Abrió el fuego el dueño de casa, Hugh Thomas, preguntando a la señora Thatcher si la opinión de los historiadores le interesaba y le servía de algo en cuestiones de gobierno.

Ella respondía a las preguntas con claridad, sin intimidarse y sin posar, con seguridad en la mayor parte de los casos, pero, a veces, confesando sus dudas. Al terminar la cena, cuando ella ya había partido, Isaiah Berlin resumió muy bien, creo, la opinión de la mayoría de los presentes: «No hay nada de qué avergonzarse».

Y sí, pensé yo, mucho para sentirse orgulloso de tener una gobernante de este temple, cultura y convicciones. Margaret Thatcher iba a viajar en los próximos días a Berlín, donde visitaría por primera vez el muro de la vergüenza erigido por los soviéticos para frenar las fugas crecientes de ciudadanos de Alemania Oriental hacia la Occidental.

Allí pronunciaría uno de sus más importantes discursos antiautoritarios y en defensa de la democracia.

También conocí a Ronald Reagan en persona, pero en una cena muy numerosa en la Casa Blanca, a la que me invitó Selwa Roosevelt, que era entonces su directora de protocolo. Ella me presentó al presidente, a quien, en una conversación brevísima, sólo alcancé a preguntarle por qué teniendo Estados Unidos escritores como Faulkner, Hemingway o Dos Passos, él siempre citaba a Louis L’Amour como su novelista favorito. «Bueno —me dijo—, él ha descrito muy bien algo muy nuestro, la vida de los vaqueros del Oeste». En esto, claro, no me convenció.

Ambos fueron grandes estadistas, los más importantes de su tiempo, y ambos contribuyeron de manera decisiva al desplome y desaparición de la URSS, el mayor enemigo que ha tenido la cultura democrática, pero no había en ellos nada del líder carismático, aquel que como Hitler, Mussolini, Perón o Fidel Castro, apela sobre todo al «espíritu de la tribu» en sus discursos.

Así llama Karl Popper al irracionalismo del ser humano primitivo que anida en el fondo más secreto de todos los civilizados, quienes nunca hemos superado del todo la añoranza de aquel mundo tradicional —la tribu— cuando el hombre era aún una parte inseparable de la colectividad, subordinado al brujo o al cacique todopoderosos, que tomaban por él todas las decisiones, en la que se sentía seguro, liberado de responsabilidades, sometido, igual que el animal en la manada, el hato, o el ser humano en la pandilla o la hinchada, adormecido entre quienes hablaban la misma lengua, adoraban los mismos dioses y practicaban las mismas costumbres, y odiando al otro, al ser diferente, a quien podía responsabilizar de todas las calamidades que sobrevenían a la tribu.

El «espíritu tribal», fuente del nacionalismo, ha sido el causante, con el fanatismo religioso, de las mayores matanzas en la historia de la humanidad.

En los países civilizados, como Gran Bretaña, el llamado de la tribu se manifestaba sobre todo en esos grandes espectáculos, los partidos de fútbol o los conciertos pop al aire libre que daban en los años sesenta los Beatles y los Rolling Stones, en los que el individuo desaparecía tragado por la masa, una escapatoria momentánea, sana y catártica, a las servidumbres diarias del ciudadano.

Pero, en ciertos países, y no sólo del tercer mundo, esa «llamada de la tribu» de la que nos había ido liberando la cultura democrática y liberal —en última instancia, la racionalidad— había ido reapareciendo de tanto en tanto debido a los terribles líderes carismáticos, gracias a los cuales la ciudadanía retorna a ser masa enfeudada a un caudillo.

Ése es el sustrato del nacionalismo, que yo había detestado desde muy joven, intuyendo que en él anidaba la negación de la cultura, de la democracia y de la racionalidad. Por eso había sido izquierdista y comunista en mis años mozos; pero, en la actualidad, nada representaba tanto el retorno a la «tribu» como el comunismo, con la negación del individuo como ser soberano y responsable, regresado a la condición de parte de una masa sumisa a los dictados del líder, especie de santón religioso de palabra sagrada, irrefutable como un axioma, que resucitaba las peores formas de la demagogia y el chauvinismo. En aquellos años leí y releí mucho a los pensadores a los que están dedicadas las páginas de este libro.

Y a muchos otros, por supuesto, que hubieran podido figurar en ellas, como Ludwig von Mises, Milton Friedman, el argentino Juan Bautista Alberdi y el venezolano Carlos Rangel, estos dos últimos casos verdaderamente excepcionales de genuino liberalismo en el continente latinoamericano.

En esos años hice también el viaje a Edimburgo a poner flores en la tumba de Adam Smith, y a Kirkcaldy, para ver la casa donde escribió La riqueza de las naciones, y donde descubrí que de ella quedaba apenas un muro raído y una placa. Fue en aquellos años que se forjaron las convicciones políticas que desde entonces he defendido en libros y artículos, y las que me llevaron en el Perú en 1987 a oponerme a la nacionalización de todo el sistema financiero que intentó el presidente Alan García en su primer gobierno (1985- 1990), a fundar el Movimiento Libertad y a ser candidato a la presidencia de la República por el Frente Democrático en 1990 con un programa que se proponía reformar radicalmente la sociedad peruana para convertirla en una democracia liberal.

Diré, de paso, que aunque mis amigos y yo fuimos derrotados en las urnas, muchas de las ideas que defendimos en esa larga campaña de casi tres años, y que son las de este libro, lejos de desaparecer, se han ido abriendo camino en sectores cada vez más amplios hasta constituir en nuestros días parte de la agenda política en el Perú.

El conservadurismo y el liberalismo son cosas diferentes, como lo estableció Hayek en un ensayo célebre. Lo cual no quiere decir que no haya entre liberales y conservadores coincidencias y valores comunes, así como los hay también entre el socialismo democrático —la socialdemocracia— y el liberalismo.

Baste recordar que la gran transformación económica y social de Nueva Zelanda la inició un Gobierno laborista, con su ministro de Finanzas Roger Douglas, y que culminaría la ministra de Finanzas Ruth Richardson, de un Gobierno conservador (1984-1993). Por eso, no hay que entender el liberalismo como una ideología más, esos actos de fe laicos tan propensos a la irracionalidad, a las verdades dogmáticas, igual que las religiones, todas, las primitivas mágico- religiosas y las modernas.

Entre los liberales, lo demuestran los que figuran en estas páginas, hay a menudo más discrepancias que coincidencias.

El liberalismo es una doctrina que no tiene respuestas para todo, como pretende el marxismo, y admite en su seno la divergencia y la crítica, a partir de un cuerpo pequeño pero inequívoco de convicciones.

Por ejemplo, que la libertad es el valor supremo y que ella no es divisible y fragmentaria, que es una sola y debe manifestarse en todos los dominios —el económico, el político, el social, el cultural— en una sociedad genuinamente democrática. Por no entenderlo así fracasaron todos los regímenes que, en las décadas de los sesenta y setenta, pretendían estimular la libertad económica siendo despóticos, generalmente dictaduras militares. Esos ignorantes creían que una política de mercado podía tener éxito con Gobiernos represivos y dictatoriales.

Pero también fracasaron muchos intentos democráticos en América Latina que respetaban las libertades políticas, pero no creían en la libertad económica —el mercado libre—, que es la que trae desarrollo material y progreso.

El liberalismo no es dogmático, sabe que la realidad es compleja y que a menudo las ideas y los programas políticos deben adaptarse a ella si quieren tener éxito, en vez de intentar sujetarla dentro de esquemas rígidos, lo que suele hacerlos fracasar y desencadena la violencia política. También el liberalismo ha generado en su seno una «enfermedad infantil», el sectarismo, encarnada en ciertos economistas hechizados por el mercado libre como una panacea capaz de resolver todos los problemas sociales.

A ellos sobre todo conviene recordarles el ejemplo del propio Adam Smith, padre del liberalismo, quien, en ciertas circunstancias, toleraba incluso que se mantuvieran temporalmente algunos privilegios, como subsidios y controles, cuando el suprimirlos podía acarrear en lo inmediato más males que beneficios.

Esa tolerancia que mostraba Smith para el adversario es quizás el más admirable de los rasgos de la doctrina liberal: aceptar que ella podría estar en el error y el adversario tener razón. Un Gobierno liberal debe enfrentar a la realidad social e histórica de manera flexible, sin creer que se puede encasillar a todas las sociedades en un solo esquema teórico, actitud contraproducente que provoca fracasos y frustraciones.

Los liberales no somos anarquistas y no queremos suprimir el Estado.

Por el contario, queremos un Estado fuerte y eficaz, lo que no significa un Estado grande, empeñado en hacer cosas que la sociedad civil puede hacer mejor que él en un régimen de libre competencia.

El Estado debe asegurar la libertad, el orden público, el respeto a la
ley, la igualdad de oportunidades. La igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades no significan la igualdad en los ingresos y en la renta, algo que liberal alguno propondría.

Porque esto último sólo se puede obtener en una sociedad mediante un Gobierno autoritario que «iguale» económicamente a todos los ciudadanos mediante un sistema opresivo, haciendo tabla rasa de las distintas capacidades individuales, imaginación, inventiva, concentración, diligencia, ambición, espíritu de trabajo, liderazgo.

Esto equivale a la desaparición del individuo, a su inmersión en la tribu. Nada más justo que, partiendo de un punto más o menos similar, los individuos vayan diferenciando sus ingresos de acuerdo a sus mayores o menores aportaciones a los beneficios del conjunto de la sociedad. Sería estúpido ignorar que entre los individuos hay inteligentes y tontos, diligentes o haraganes, inventivos o rutinarios y lerdos, estudiosos y perezosos, etcétera.

Y sería injusto que en nombre de la «igualdad» todos recibieran el mismo salario pese a sus distintas aptitudes y méritos. Las sociedades que lo han intentado han aplastado la iniciativa individual, desapareciendo en la práctica a los individuos en una masa anodina a la que la falta de competencia desmoviliza y ahoga su creatividad.

Pero, de otro lado, no hay duda, en sociedades tan desiguales como las del tercer mundo los hijos de las familias más prósperas gozan de oportunidades infinitamente mayores que los de las familias pobres para tener éxito en la vida. Por eso la «igualdad de oportunidades» es un principio profundamente liberal, aunque lo nieguen las pequeñas pandillas de economistas dogmáticos intolerantes y a menudo racistas —en el Perú abundan y son todos fujimoristas— que abusan de este título.

Por esa razón es tan importante, para el liberalismo, ofrecer a todos los jóvenes un sistema educativo de alto nivel que asegure en cada generación un punto de partida común, que permita luego las legítimas diferencias de ingreso de acuerdo al talento, al esfuerzo y al servicio que cada ciudadano presta a la comunidad.

En el mundo de la educación —escolar, técnica y universitaria— es donde más injusto es el privilegio, es decir, favorecer con una formación de alto nivel a ciertos jóvenes condenando a los otros a una educación somera o ineficiente que los conduce a un futuro limitado, al fracaso o a la mera supervivencia.

Esto no es una utopía, sino algo que, por ejemplo, Francia consiguió en el pasado con una educación pública y gratuita que solía ser de más alto nivel que la privada y estaba al alcance de toda la sociedad. La crisis de la educación que ha experimentado ese país ha hecho que en nuestros días haya retrocedido en este sentido, pero no las democracias escandinavas, o la suiza, o las de países asiáticos como Japón o Singapur, que aseguran esa igualdad de oportunidades en el campo de la educación —escolar o superior— sin que ello haya ido en desmedro, todo lo contrario, de su vida democrática y su prosperidad económica. La igualdad de oportunidades en el dominio de la educación no significa que haya que suprimir la enseñanza privada en beneficio de la pública.

Nada de eso; es indispensable que ambas existan y compitan porque no hay nada como la competencia para lograr la superación y el progreso. Por otro lado, la idea de la competencia entre planteles educativos fue de un economista liberal, Milton Friedman.

El «cupo escolar» diseñado por él ha dado excelentes resultados en los países que lo han aplicado, como Suecia, concediendo a los padres de familia una participación muy activa en el mejoramiento del sistema educativo.

El «cupo escolar» que el Estado da a todos los padres de familia les permite elegir los mejores colegios para sus hijos y, de este modo, encamina una mayor ayuda estatal a las instituciones que por su calidad atraen más solicitudes de matrícula. Conviene tener en cuenta que la enseñanza, en una época como la nuestra de grandes renovaciones tecnológicas y científicas es cada vez más costosa —si se la quiere de primer nivel— y eso significa que la sociedad civil tiene tanta responsabilidad como el Estado en mantener el mejor nivel académico de colegios, institutos y universidades.

No es justo que los hijos de familias pudientes estén exonerados de pagar su educación, como no lo sería que un joven se viera excluido por razones económicas de acceder a las mejores instituciones si tiene el talento y el espíritu de trabajo para ello. Por eso, junto al «cupo escolar», un sistema de becas y ayudas resulta indispensable para establecer aquella «igualdad de oportunidades» en el campo de la educación.

El Estado pequeño es generalmente más eficiente que el grande: ésta es una de las convicciones más firmes de la doctrina liberal.

Mientras más crece el Estado, y más atribuciones se arroga en la vida de una nación, más disminuye el margen de libertad de que gozan los ciudadanos. La descentralización del poder es un principio liberal, a fin de que sea mayor el control que ejerce el conjunto de la sociedad sobre las diversas instituciones sociales y políticas. Salvo la defensa, la justicia y el orden público, en los que el Estado tiene primacía (no monopolio), lo ideal es que en el resto de actividades económicas y sociales se impulse la mayor participación ciudadana en un régimen de libre competencia. El liberalismo ha sido el blanco político más vilipendiado y calumniado a lo largo de la historia, primero por el conservadurismo —recuérdese las encíclicas papales y los pronunciamientos de la Iglesia católica— y, luego, del socialismo y el comunismo, los que en la época moderna han presentado al «neo-liberalismo» como la punta de lanza del imperialismo y las formas más despiadadas del colonialismo y el capitalismo.

La verdad histórica desmiente estas denigraciones. La doctrina liberal ha representado desde sus orígenes las formas más avanzadas de la cultura democrática y es la que ha hecho progresar más en las sociedades libres los derechos humanos, la libertad de expresión, los derechos de las minorías sexuales, religiosas y políticas, la defensa del medio ambiente y la participación del ciudadano común y corriente en la vida pública. En otras palabras, lo que más nos ha ido defendiendo de la inextinguible «llamada de la tribu».

Este libro quisiera contribuir con un granito de arena a esa indispensable tarea.

Madrid, agosto de 2017"
Debo confesar que me conmovio encontrar que La Estacion Finlandia y la obra de mi homenajeado Aron habian influido en Vargas Llosa como lo hicieron en mi.

Tal vez alguien se anime a re publicar "El Opio de los Intelectuales", que ha desaparecido de las librerias censuradas por el pensamiento unico.

Mientras tanto, recomiendo leer "La llamada de la tribu"

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