"Nunca habría
escrito este libro si no hubiera leído, hace más de veinte años, To the Finland
Station, de Edmund Wilson.
Este
fascinante ensayo relata la evolución de la idea socialista desde el instante
en que el historiador francés Jules Michelet, intrigado por una cita, se puso a
aprender italiano para leer a Giambattista Vico, hasta la llegada de Lenin a la
estación de Finlandia, en San Petersburgo, el 3 de abril de 1917, para dirigir
la Revolución rusa.
Me vino
entonces la idea de un libro que hiciera por el liberalismo lo que había hecho
el crítico norteamericano por el socialismo: un ensayo que, arrancando en el
pueblecito escocés de Kirkcaldy con el nacimiento de Adam Smith en 1723,
relatara la evolución de las ideas liberales a través de sus principales
exponentes y los acontecimientos históricos y sociales que las hicieron
expandirse por el mundo.
Aunque lejos
de aquel modelo, éste es el remoto origen de La llamada de la tribu.
No lo parece,
pero se trata de un libro autobiográfico.
Describe mi
propia historia intelectual y política, el recorrido que me fue llevando, desde
mi juventud impregnada de marxismo y existencialismo sartreano, al liberalismo
de mi madurez, pasando por la revalorización de la democracia a la que me
ayudaron las lecturas de escritores como Albert Camus, George Orwell y Arthur
Koestler.
Me fueron
empujando luego, hacia el liberalismo, ciertas experiencias políticas y, sobre
todo, las ideas de los siete autores a los que están dedicadas estas páginas:
Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich von Hayek, Karl Popper, Isaiah
Berlin, Raymond Aron y Jean-François Revel.
Descubrí la
política a mis doce años, en octubre de 1948, cuando el golpe militar en el
Perú del general Manuel Apolinario Odría derrocó al presidente José Luis
Bustamante y Rivero, pariente de mi familia materna.
Creo que
durante el ochenio odriísta nació en mí el odio a los dictadores de cualquier
género, una de las pocas constantes invariables de mi conducta política.
Pero sólo fui
consciente del problema social, es decir, de que el Perú era un país cargado de
injusticias donde una minoría de privilegiados explotaba abusivamente a la
inmensa mayoría, en 1952, cuando leí La noche quedó atrás, de Jan Valtin, en mi
último año de colegio.
Ese libro me
llevó a contrariar a mi familia, que quería que entrara a la Universidad
Católica —entonces, la de los niños bien peruanos—, postulando a la Universidad
de San Marcos, pública, popular e insumisa a la dictadura militar, donde,
estaba seguro, podría afiliarme al partido comunista.
La represión odriísta
lo había casi desaparecido cuando entré a San Marcos, en 1953, para estudiar
Letras y Derecho, encarcelando, matando o mandando al exilio a sus dirigentes;
y el partido trataba de reconstruirse con el Grupo Cahuide, del que fui
militante por un año.
Fue allí
donde recibí mis primeras lecciones de marxismo, en unos grupos de estudio
clandestinos, en los que leíamos a José Carlos Mariátegui, Georges Politzer,
Marx, Engels, Lenin, y teníamos intensas discusiones sobre el realismo
socialista y el izquierdismo, «la enfermedad infantil del comunismo».
La gran
admiración que sentía por Sartre, a quien leía devotamente, me defendía contra
el dogma —los comunistas peruanos de ese tiempo éramos, para decirlo con una
expresión de Salvador Garmendia, «pocos pero bien sectarios»— y me llevaba a
sostener, en mi célula, la tesis sartreana de que creía en el materialismo
histórico y la lucha de clases, pero no en el materialismo dialéctico, lo que
motivó que, en una de aquellas discusiones, mi camarada Félix Arias Schreiber
me calificara de «subhombre».
Me aparté del
Grupo Cahuide a fines de 1954, pero seguí siendo, creo, socialista, por lo
menos en mis lecturas, algo que, luego, con la lucha de Fidel Castro y sus
barbudos en la Sierra Maestra y la victoria de la Revolución cubana en los días
finales de 1958, se reavivaría notablemente.
Para mi
generación, y no sólo en América Latina, lo ocurrido en Cuba fue decisivo, un
antes y un después ideológico. Muchos, como yo, vimos en la gesta fidelista no
sólo una aventura heroica y generosa, de luchadores idealistas que querían
acabar con una dictadura corrupta como la de Batista, sino también un
socialismo no sectario, que permitiría la crítica, la diversidad y hasta la
disidencia.
Eso creíamos
muchos y eso hizo que la Revolución cubana tuviera en sus primeros años un
respaldo tan grande en el mundo entero. En noviembre de 1962 estaba en México,
enviado por la Radiotelevisión Francesa en la que trabajaba como periodista,
para cubrir una exposición que Francia había organizado en el Bosque de
Chapultepec, cuando estalló la crisis de los cohetes en Cuba.
Me enviaron a
cubrir la noticia y viajé a La Habana en el último avión de Cubana de Aviación
que salió de México, antes del bloqueo. Cuba vivía una movilización
generalizada temiendo un desembarque inminente de los marines. El espectáculo
era impresionante. En el Malecón, los pequeños cañones antiaéreos llamados
bocachicas eran manejados por jóvenes casi niños que aguantaban sin disparar los
vuelos rasantes de los Sabres norteamericanos y la radio y la televisión daban
instrucciones a la población sobre lo que debía hacer cuando comenzaran los
bombardeos.
Se vivía algo
que me recordaba la emoción y el entusiasmo de un pueblo libre y esperanzado
que describe Orwell en Homenaje a Cataluña cuando llegó a Barcelona como
voluntario al comienzo de la guerra civil española.
Conmovido
hasta los huesos por lo que me parecía encarnar el socialismo en libertad, hice
una larga cola para donar sangre, y gracias a mi antiguo compañero de la
Universidad de Madrid Ambrosio Fornet y la peruana Hilda Gadea, que había
conocido al Che Guevara en la Guatemala de Jacobo Árbenz y se había casado y
tenido una hija con él en México, estuve con muchos escritores cubanos ligados
a la Casa de las Américas y a su presidenta, Haydée Santamaría, a quien traté
brevemente.
Cuando partí,
unas semanas después, los jóvenes cantaban en las calles de La Habana «Nikita,
mariquita, / lo que se da / no se quita», por haber aceptado el líder soviético
el ultimátum de Kennedy y haber sacado los cohetes de la isla.
Sólo después
se sabría que en este acuerdo secreto John Kennedy al parecer prometió a Jruschov
que, a cambio de aquel retiro, Estados Unidos se abstendría de invadir Cuba y
que retiraría los misiles Júpiter de Turquía.
Mi
identificación con la Revolución cubana duró buena parte de los años sesenta,
en los que viajé cinco veces a Cuba, como miembro de un Consejo Internacional
de Escritores de la Casa de las Américas, y a la que defendí con manifiestos,
artículos y actos públicos, tanto en Francia, donde vivía, como en América
Latina, a la que viajaba con cierta frecuencia.
En esos años
reanudé mis lecturas marxistas, no sólo en los libros de sus clásicos, sino,
también, en los de escritores identificados con el partido comunista o cercanos
a él, como Georg Lukács, Antonio Gramsci, Lucien Goldmann, Frantz Fanon, Régis
Debray, el Che Guevara y hasta el ultra ortodoxo Louis Althusser, profesor de
la École Normale que enloqueció y mató a su mujer.
Sin embargo, recuerdo que en mis años de París, una vez por semana
compraba a escondidas el periódico réprobo de la izquierda, Le Figaro, para
leer el artículo de Raymond Aron, cuyos penetrantes análisis de la actualidad
me incomodaban a la vez que seducían.
Me fueron
apartando del marxismo varias experiencias de finales de los años sesenta: la
creación de las UMAP en Cuba, eufemismo que tras la apariencia de Unidades
Militares de Ayuda a la Producción escondía los campos de concentración donde
fueron mezclados contra-revolucionarios, homosexuales y delincuentes comunes.
Mi viaje a la URSS en 1968, invitado a una conmemoración relacionada con
Pushkin, me dejó un mal sabor de boca. Allí descubrí que, si yo hubiera sido
ruso, habría sido en ese país un disidente (es decir, un paria) o habría estado
pudriéndome en el Gulag. Aquello me dejó poco menos que traumatizado. Sartre,
Simone de Beauvoir, Merleau-Ponty y Les Temps Modernes me habían convencido de
que, pese a todo lo que anduviera mal en la URSS, ella representaba el progreso
y el futuro, la patria donde, como decía Paul Éluard en un poema que yo me
sabía de memoria, «No existen las putas, los ladrones ni los curas».
Pero sí
existían la pobreza, los borrachos tirados por la calle y una apatía
generalizada; se sentía por doquier una claustrofobia colectiva debido a la
falta de informaciones sobre lo que ocurría allí mismo y en el resto del mundo.
Bastaba mirar
alrededor para saber que, aunque hubieran desaparecido las diferencias de clase
en función del dinero, en la URSS las desigualdades eran enormes y existían
exclusivamente en función del poder.
Pregunté a un
ruso parlanchín: «¿ Quiénes son los más privilegiados aquí?». Me respondió:
«Los escritores sumisos. Tienen dachas para pasar las vacaciones y pueden
viajar al extranjero. Eso los pone muy por encima de los hombres y mujeres del
común. ¡No se puede pedir más!».
¿Podía
defender ese modelo de sociedad, como había venido haciéndolo, sabiendo ahora
que para mí hubiera resultado invivible?
Y también fue
importante mi decepción con el propio Sartre, el día que leí en Le Monde una
entrevista que le hacía Madeleine Chapsal en la que declaraba que comprendía
que los escritores africanos renunciaran a la literatura para hacer primero la
revolución y crear un país donde aquella fuera posible.
Decía también
que, frente a un niño que moría de hambre, «La Nausée ne fait pas le poids» («
La Náusea no sirve de nada»). Me sentí poco menos que apuñalado por la espalda.
¿Cómo podía afirmar eso quien nos había hecho creer que escribir era una forma
de acción, que las palabras eran actos, que escribiendo se influía en la
historia? Ahora resultaba que la literatura era un lujo que sólo podían
permitirse los países que habían alcanzado el socialismo.
En esa época
volví a leer a Camus y a darle la razón, comprendiendo que en su famosa
polémica con Sartre sobre los campos de concentración en la URSS era él quien
había acertado; su idea de que cuando la moral se alejaba de la política
comenzaban los asesinatos y el terror, era una verdad como un puño. Toda esa
evolución apareció luego en un librito que recogía mis artículos de los años
sesenta sobre ambos pensadores: Entre Sartre y Camus[1].
Mi ruptura con Cuba y, en cierto sentido, con el socialismo, vino a raíz
del entonces celebérrimo (ahora casi nadie lo recuerda) caso Padilla.
El poeta Heberto Padilla, activo participante en la Revolución cubana
—llegó a ser viceministro de Comercio Exterior—, comenzó a hacer algunas
críticas a la política cultural del régimen en el año 1970. Fue primero atacado
con virulencia por la prensa oficial y luego encarcelado, con la acusación
disparatada de ser agente de la CIA. Indignados, cinco amigos que lo conocíamos
—Juan y Luis Goytisolo, Hans Magnus Enzensberger, José María Castellet y yo—
redactamos en mi piso de Barcelona una carta de protesta a la que se adherirían
muchos escritores en todo el mundo, como Sartre, Simone de Beauvoir, Susan
Sontag, Alberto Moravia, Carlos Fuentes, protestando por aquel atropello. Fidel
Castro respondió en persona acusándonos de servir al imperialismo y afirmando
que no volveríamos a pisar Cuba por «tiempo indefinido e infinito» (es decir,
toda la eternidad).
Pese a la campaña de ignominias de que fui objeto a raíz de ese
manifiesto, aquello me quitó un gran peso de encima: ya no tendría que estar
simulando una adhesión que no sentía con lo que pasaba en Cuba.
Sin embargo, romper con el
socialismo y revalorizar la democracia me tomó algunos años.
Fue un período de incertidumbre y revisión en el que, poco a poco, fui
comprendiendo que las «libertades formales» de la supuesta democracia burguesa
no eran una mera apariencia detrás de la cual se ocultaba la explotación de los
pobres por los ricos, sino la frontera entre los derechos humanos, la libertad
de expresión, la diversidad política, y un sistema autoritario y represivo,
donde, en nombre de la verdad única representada por el partido comunista y sus
jerarcas, se podía silenciar toda forma de crítica, imponer consignas
dogmáticas y sepultar a los disidentes en campos de concentración e, incluso,
desaparecerlos.
Con todas sus
imperfecciones, que eran muchas, la democracia al menos reemplazaba la
arbitrariedad por la ley y permitía elecciones libres y partidos y sindicatos
independientes del poder. Optar por el liberalismo fue un proceso sobre todo
intelectual de varios años al que me ayudó mucho el haber residido entonces en
Inglaterra, desde fines de los años sesenta, enseñando en la Universidad de
Londres y haber vivido de cerca los once años de gobierno de Margaret Thatcher.
Ella
pertenecía al Partido Conservador, pero la guiaban como estadista unas convicciones
y, sobre todo, un instinto profundamente liberales; en eso, se parecía mucho a
Ronald Reagan. La Inglaterra a la que ella subió a gobernar en 1979 era un país
en decadencia, al que las reformas laboristas (y también tories) habían ido
apagando y sumiendo en una rutina estatista y colectivista crecientes, aunque
se respetaran las libertades públicas, las elecciones y la libertad de
expresión.
Pero el
Estado había crecido por doquier con las nacionalizaciones de industrias y una
política, en la vivienda por ejemplo, que volvía cada vez más dependiente al
ciudadano de las mercedes del Estado. El socialismo democrático había ido
aletargando al país de la Revolución industrial, que languidecía ahora en una
monótona mediocridad.
El gobierno
de Margaret Thatcher (1979-1990) significó una revolución, hecha dentro de la
más estricta legalidad. Las industrias estatizadas fueron privatizadas y las
empresas británicas dejaron de recibir subsidios y fueron obligadas a
modernizarse y competir en un mercado libre, en tanto que las viviendas
«sociales», que los Gobiernos hasta entonces alquilaban a la gente de bajos
ingresos —así mantenían el clientelismo electoral—, fueron vendidas a sus
inquilinos, de acuerdo a una política que quería convertir a Gran Bretaña en un
país de propietarios.
Sus fronteras
se abrieron a la competencia internacional en tanto que las industrias
obsoletas, por ejemplo las del carbón, eran cerradas para permitir la
renovación y modernización del país. Todas estas reformas económicas dieron
lugar, por supuesto, a huelgas y movilizaciones sociales, como la de los
obreros de las minas de carbón, que duró cerca de dos años, en las que la
personalidad de Margaret Thatcher mostró un coraje y una convicción que Gran Bretaña
no había conocido desde los tiempos de Winston Churchill.
Aquellas
reformas, que convirtieron al país en pocos años en la sociedad más dinámica de
Europa, vinieron acompañadas de una defensa de la cultura democrática, una
afirmación de la superioridad moral y material de la democracia liberal sobre
el socialismo autoritario, corrupto y arruinado económicamente que reverberó
por todo el mundo. Esta política coincidió con la que llevaba a cabo al mismo
tiempo en Estados Unidos el presidente Ronald Reagan.
Por fin
aparecían al frente de las democracias occidentales unos líderes sin complejos
de inferioridad frente al comunismo, que recordaban en todas sus intervenciones
los logros en derechos humanos, en igualdad de oportunidades, en el respeto al
individuo y a sus ideas, ante el despotismo y el fracaso económico de los
países comunistas.
En tanto que
Ronald Reagan era un extraordinario divulgador de las teorías liberales, que
sin duda conocía de manera un tanto general, la señora Thatcher era más precisa
e ideológica.
No tenía
escrúpulo alguno en decir que ella consultaba a Friedrich von Hayek y que leía
a Karl Popper, al que consideraba el más grande filósofo contemporáneo de la
libertad. A ambos los leí yo en aquellos años y desde entonces La sociedad
abierta y sus enemigos y Camino de servidumbre se convirtieron para mí en
libros de cabecera.
Aunque en
cuestiones económicas y políticas Ronald Reagan y Margaret Thatcher tenían una
inequívoca orientación liberal, en muchas cuestiones sociales y morales
defendían posiciones conservadoras y hasta reaccionarias —ninguno de ellos
hubiera aceptado el matrimonio homosexual, el aborto, la legalización de las
drogas o la eutanasia, que a mí me parecían reformas legítimas y necesarias— y
en eso, desde luego, yo discrepaba de ellos. Pero, hechas las sumas y las
restas, estoy convencido de que ambos prestaron un gran servicio a la cultura
de la libertad.
Y, en todo
caso, a mí me ayudaron a convertirme en un liberal. Tuve la suerte, gracias al
historiador Hugh Thomas, un viejo amigo, de conocer a la señora Thatcher en
persona.
Aquél, asesor
del Gobierno británico para cuestiones españolas y latinoamericanas, organizó
una cena de intelectuales en su casa de Ladbroke Grove para enfrentar a la
señora Thatcher a los tigres. (La izquierda fue, por supuesto, la enemiga más
encarnizada de la revolución thatcheriana). La sentaron junto a Isaiah Berlin,
a quien ella se dirigió toda la noche con el mayor respeto.
Estaban
presentes los novelistas V. S. Naipaul y Anthony Powell; los poetas Al Alvarez,
Stephen Spender y Philip Larkin; el crítico y cuentista V. S. Pritchett; el
dramaturgo Tom Stoppard; el historiador J. H. Plumb, de Cambridge; Anthony
Quinton, presidente del Trinity College (Oxford), y alguien más que no
recuerdo.
A mí me preguntó
dónde vivía y, cuando le dije que en Montpelier Walk, ella me recordó que era
vecino de Arthur Koestler, a quien, a todas luces, había leído. La conversación
fue una prueba a la que los intelectuales presentes sometieron a la primera
ministra. La delicadeza y buenas formas de la cortesía británica disimulaban
apenas una recóndita pugnacidad.
Abrió el
fuego el dueño de casa, Hugh Thomas, preguntando a la señora Thatcher si la
opinión de los historiadores le interesaba y le servía de algo en cuestiones de
gobierno.
Ella
respondía a las preguntas con claridad, sin intimidarse y sin posar, con
seguridad en la mayor parte de los casos, pero, a veces, confesando sus dudas.
Al terminar la cena, cuando ella ya había partido, Isaiah Berlin resumió muy
bien, creo, la opinión de la mayoría de los presentes: «No hay nada de qué
avergonzarse».
Y sí, pensé
yo, mucho para sentirse orgulloso de tener una gobernante de este temple, cultura
y convicciones. Margaret Thatcher iba a viajar en los próximos días a Berlín,
donde visitaría por primera vez el muro de la vergüenza erigido por los
soviéticos para frenar las fugas crecientes de ciudadanos de Alemania Oriental
hacia la Occidental.
Allí
pronunciaría uno de sus más importantes discursos antiautoritarios y en defensa
de la democracia.
También
conocí a Ronald Reagan en persona, pero en una cena muy numerosa en la Casa
Blanca, a la que me invitó Selwa Roosevelt, que era entonces su directora de
protocolo. Ella me presentó al presidente, a quien, en una conversación
brevísima, sólo alcancé a preguntarle por qué teniendo Estados Unidos
escritores como Faulkner, Hemingway o Dos Passos, él siempre citaba a Louis
L’Amour como su novelista favorito. «Bueno —me dijo—, él ha descrito muy bien
algo muy nuestro, la vida de los vaqueros del Oeste». En esto, claro, no me
convenció.
Ambos fueron
grandes estadistas, los más importantes de su tiempo, y ambos contribuyeron de
manera decisiva al desplome y desaparición de la URSS, el mayor enemigo que ha
tenido la cultura democrática, pero no había en ellos nada del líder
carismático, aquel que como Hitler, Mussolini, Perón o Fidel Castro, apela
sobre todo al «espíritu de la tribu» en sus discursos.
Así llama Karl Popper al irracionalismo del ser humano primitivo que
anida en el fondo más secreto de todos los civilizados, quienes nunca hemos
superado del todo la añoranza de aquel mundo tradicional —la tribu— cuando el
hombre era aún una parte inseparable de la colectividad, subordinado al brujo o
al cacique todopoderosos, que tomaban por él todas las decisiones, en la que se
sentía seguro, liberado de responsabilidades, sometido, igual que el animal en
la manada, el hato, o el ser humano en la pandilla o la hinchada, adormecido
entre quienes hablaban la misma lengua, adoraban los mismos dioses y
practicaban las mismas costumbres, y odiando al otro, al ser diferente, a quien
podía responsabilizar de todas las calamidades que sobrevenían a la tribu.
El «espíritu
tribal», fuente del nacionalismo, ha sido el causante, con el fanatismo
religioso, de las mayores matanzas en la historia de la humanidad.
En los países
civilizados, como Gran Bretaña, el llamado de la tribu se manifestaba sobre
todo en esos grandes espectáculos, los partidos de fútbol o los conciertos pop
al aire libre que daban en los años sesenta los Beatles y los Rolling Stones,
en los que el individuo desaparecía tragado por la masa, una escapatoria
momentánea, sana y catártica, a las servidumbres diarias del ciudadano.
Pero, en
ciertos países, y no sólo del tercer mundo, esa «llamada de la tribu» de la que
nos había ido liberando la cultura democrática y liberal —en última instancia,
la racionalidad— había ido reapareciendo de tanto en tanto debido a los
terribles líderes carismáticos, gracias a los cuales la ciudadanía retorna a
ser masa enfeudada a un caudillo.
Ése es el
sustrato del nacionalismo, que yo había detestado desde muy joven, intuyendo
que en él anidaba la negación de la cultura, de la democracia y de la
racionalidad. Por eso había sido izquierdista y comunista en mis años mozos;
pero, en la actualidad, nada representaba tanto el retorno a la «tribu» como el
comunismo, con la negación del individuo como ser soberano y responsable,
regresado a la condición de parte de una masa sumisa a los dictados del líder,
especie de santón religioso de palabra sagrada, irrefutable como un axioma, que
resucitaba las peores formas de la demagogia y el chauvinismo. En aquellos años
leí y releí mucho a los pensadores a los que están dedicadas las páginas de
este libro.
Y a muchos
otros, por supuesto, que hubieran podido figurar en ellas, como Ludwig von
Mises, Milton Friedman, el argentino Juan Bautista Alberdi y el venezolano
Carlos Rangel, estos dos últimos casos verdaderamente excepcionales de genuino
liberalismo en el continente latinoamericano.
En esos años
hice también el viaje a Edimburgo a poner flores en la tumba de Adam Smith, y a
Kirkcaldy, para ver la casa donde escribió La riqueza de las naciones, y donde
descubrí que de ella quedaba apenas un muro raído y una placa. Fue en aquellos
años que se forjaron las convicciones políticas que desde entonces he defendido
en libros y artículos, y las que me llevaron en el Perú en 1987 a oponerme a la
nacionalización de todo el sistema financiero que intentó el presidente Alan
García en su primer gobierno (1985- 1990), a fundar el Movimiento Libertad y a
ser candidato a la presidencia de la República por el Frente Democrático en
1990 con un programa que se proponía reformar radicalmente la sociedad peruana
para convertirla en una democracia liberal.
Diré, de
paso, que aunque mis amigos y yo fuimos derrotados en las urnas, muchas de las
ideas que defendimos en esa larga campaña de casi tres años, y que son las de
este libro, lejos de desaparecer, se han ido abriendo camino en sectores cada
vez más amplios hasta constituir en nuestros días parte de la agenda política
en el Perú.
El
conservadurismo y el liberalismo son cosas diferentes, como lo estableció Hayek
en un ensayo célebre. Lo cual no quiere decir que no haya entre liberales y
conservadores coincidencias y valores comunes, así como los hay también entre
el socialismo democrático —la socialdemocracia— y el liberalismo.
Baste
recordar que la gran transformación económica y social de Nueva Zelanda la
inició un Gobierno laborista, con su ministro de Finanzas Roger Douglas, y que
culminaría la ministra de Finanzas Ruth Richardson, de un Gobierno conservador
(1984-1993). Por eso, no hay que entender el liberalismo como una ideología
más, esos actos de fe laicos tan propensos a la irracionalidad, a las verdades
dogmáticas, igual que las religiones, todas, las primitivas mágico- religiosas
y las modernas.
Entre los liberales, lo demuestran los que figuran en estas páginas, hay
a menudo más discrepancias que coincidencias.
El liberalismo es una doctrina que no tiene respuestas para todo, como
pretende el marxismo, y admite en su seno la divergencia y la crítica, a partir
de un cuerpo pequeño pero inequívoco de convicciones.
Por ejemplo,
que la libertad es el valor supremo y que ella no es divisible y fragmentaria,
que es una sola y debe manifestarse en todos los dominios —el económico, el
político, el social, el cultural— en una sociedad genuinamente democrática. Por
no entenderlo así fracasaron todos los regímenes que, en las décadas de los
sesenta y setenta, pretendían estimular la libertad económica siendo
despóticos, generalmente dictaduras militares. Esos ignorantes creían que una
política de mercado podía tener éxito con Gobiernos represivos y dictatoriales.
Pero también
fracasaron muchos intentos democráticos en América Latina que respetaban las
libertades políticas, pero no creían en la libertad económica —el mercado
libre—, que es la que trae desarrollo material y progreso.
El liberalismo no es dogmático, sabe que la realidad es compleja y que a
menudo las ideas y los programas políticos deben adaptarse a ella si quieren
tener éxito, en vez de intentar sujetarla dentro de esquemas rígidos, lo que
suele hacerlos fracasar y desencadena la violencia política. También el
liberalismo ha generado en su seno una «enfermedad infantil», el sectarismo,
encarnada en ciertos economistas hechizados por el mercado libre como una
panacea capaz de resolver todos los problemas sociales.
A ellos sobre
todo conviene recordarles el ejemplo del propio Adam Smith, padre del
liberalismo, quien, en ciertas circunstancias, toleraba incluso que se
mantuvieran temporalmente algunos privilegios, como subsidios y controles,
cuando el suprimirlos podía acarrear en lo inmediato más males que beneficios.
Esa tolerancia
que mostraba Smith para el adversario es quizás el más admirable de los rasgos
de la doctrina liberal: aceptar que ella podría estar en el error y el
adversario tener razón. Un Gobierno liberal debe enfrentar a la realidad social
e histórica de manera flexible, sin creer que se puede encasillar a todas las
sociedades en un solo esquema teórico, actitud contraproducente que provoca
fracasos y frustraciones.
Los liberales
no somos anarquistas y no queremos suprimir el Estado.
Por el
contario, queremos un Estado fuerte y eficaz, lo que no significa un Estado
grande, empeñado en hacer cosas que la sociedad civil puede hacer mejor que él
en un régimen de libre competencia.
El Estado
debe asegurar la libertad, el orden público, el respeto a la
ley, la
igualdad de oportunidades. La igualdad ante la ley y la igualdad de
oportunidades no significan la igualdad en los ingresos y en la renta, algo que
liberal alguno propondría.
Porque esto
último sólo se puede obtener en una sociedad mediante un Gobierno autoritario
que «iguale» económicamente a todos los ciudadanos mediante un sistema
opresivo, haciendo tabla rasa de las distintas capacidades individuales,
imaginación, inventiva, concentración, diligencia, ambición, espíritu de trabajo,
liderazgo.
Esto equivale
a la desaparición del individuo, a su inmersión en la tribu. Nada más justo
que, partiendo de un punto más o menos similar, los individuos vayan
diferenciando sus ingresos de acuerdo a sus mayores o menores aportaciones a los
beneficios del conjunto de la sociedad. Sería estúpido ignorar que entre los
individuos hay inteligentes y tontos, diligentes o haraganes, inventivos o rutinarios
y lerdos, estudiosos y perezosos, etcétera.
Y sería
injusto que en nombre de la «igualdad» todos recibieran el mismo salario pese a
sus distintas aptitudes y méritos. Las sociedades que lo han intentado han
aplastado la iniciativa individual, desapareciendo en la práctica a los
individuos en una masa anodina a la que la falta de competencia desmoviliza y
ahoga su creatividad.
Pero, de otro
lado, no hay duda, en sociedades tan desiguales como las del tercer mundo los
hijos de las familias más prósperas gozan de oportunidades infinitamente
mayores que los de las familias pobres para tener éxito en la vida. Por eso la
«igualdad de oportunidades» es un principio profundamente liberal, aunque lo
nieguen las pequeñas pandillas de economistas dogmáticos intolerantes y a
menudo racistas —en el Perú abundan y son todos fujimoristas— que abusan de
este título.
Por esa razón
es tan importante, para el liberalismo, ofrecer a todos los jóvenes un sistema
educativo de alto nivel que asegure en cada generación un punto de partida
común, que permita luego las legítimas diferencias de ingreso de acuerdo al
talento, al esfuerzo y al servicio que cada ciudadano presta a la comunidad.
En el mundo
de la educación —escolar, técnica y universitaria— es donde más injusto es el
privilegio, es decir, favorecer con una formación de alto nivel a ciertos
jóvenes condenando a los otros a una educación somera o ineficiente que los
conduce a un futuro limitado, al fracaso o a la mera supervivencia.
Esto no es
una utopía, sino algo que, por ejemplo, Francia consiguió en el pasado con una
educación pública y gratuita que solía ser de más alto nivel que la privada y
estaba al alcance de toda la sociedad. La crisis de la educación que ha
experimentado ese país ha hecho que en nuestros días haya retrocedido en este
sentido, pero no las democracias escandinavas, o la suiza, o las de países
asiáticos como Japón o Singapur, que aseguran esa igualdad de oportunidades en
el campo de la educación —escolar o superior— sin que ello haya ido en
desmedro, todo lo contrario, de su vida democrática y su prosperidad económica.
La igualdad de oportunidades en el dominio de la educación no significa que
haya que suprimir la enseñanza privada en beneficio de la pública.
Nada de eso;
es indispensable que ambas existan y compitan porque no hay nada como la
competencia para lograr la superación y el progreso. Por otro lado, la idea de
la competencia entre planteles educativos fue de un economista liberal, Milton
Friedman.
El «cupo
escolar» diseñado por él ha dado excelentes resultados en los países que lo han
aplicado, como Suecia, concediendo a los padres de familia una participación
muy activa en el mejoramiento del sistema educativo.
El «cupo
escolar» que el Estado da a todos los padres de familia les permite elegir los
mejores colegios para sus hijos y, de este modo, encamina una mayor ayuda
estatal a las instituciones que por su calidad atraen más solicitudes de
matrícula. Conviene tener en cuenta que la enseñanza, en una época como la
nuestra de grandes renovaciones tecnológicas y científicas es cada vez más
costosa —si se la quiere de primer nivel— y eso significa que la sociedad civil
tiene tanta responsabilidad como el Estado en mantener el mejor nivel académico
de colegios, institutos y universidades.
No es justo
que los hijos de familias pudientes estén exonerados de pagar su educación,
como no lo sería que un joven se viera excluido por razones económicas de
acceder a las mejores instituciones si tiene el talento y el espíritu de
trabajo para ello. Por eso, junto al «cupo escolar», un sistema de becas y
ayudas resulta indispensable para establecer aquella «igualdad de
oportunidades» en el campo de la educación.
El Estado
pequeño es generalmente más eficiente que el grande: ésta es una de las
convicciones más firmes de la doctrina liberal.
Mientras más
crece el Estado, y más atribuciones se arroga en la vida de una nación, más
disminuye el margen de libertad de que gozan los ciudadanos. La
descentralización del poder es un principio liberal, a fin de que sea mayor el
control que ejerce el conjunto de la sociedad sobre las diversas instituciones
sociales y políticas. Salvo la defensa, la justicia y el orden público, en los
que el Estado tiene primacía (no monopolio), lo ideal es que en el resto de
actividades económicas y sociales se impulse la mayor participación ciudadana
en un régimen de libre competencia. El liberalismo ha sido el blanco político
más vilipendiado y calumniado a lo largo de la historia, primero por el
conservadurismo —recuérdese las encíclicas papales y los pronunciamientos de la
Iglesia católica— y, luego, del socialismo y el comunismo, los que en la época
moderna han presentado al «neo-liberalismo» como la punta de lanza del
imperialismo y las formas más despiadadas del colonialismo y el capitalismo.
La verdad
histórica desmiente estas denigraciones. La doctrina liberal ha representado
desde sus orígenes las formas más avanzadas de la cultura democrática y es la
que ha hecho progresar más en las sociedades libres los derechos humanos, la
libertad de expresión, los derechos de las minorías sexuales, religiosas y
políticas, la defensa del medio ambiente y la participación del ciudadano común
y corriente en la vida pública. En otras palabras, lo que más nos ha ido
defendiendo de la inextinguible «llamada de la tribu».
Este libro
quisiera contribuir con un granito de arena a esa indispensable tarea.
Madrid, agosto de 2017"