Aquella tierra prometida, por Carlos M. Reymundo
Roberts
El conurbano bonaerense es un territorio
irredento. Enorme, superpoblado, pobre, desigual, feroz… y, además, irredento:
lleva más de cuarenta años de declinación, de sistemáticas penurias, sin que
nadie atisbe a rescatarlo. Podría decirse que todo allí lleva el signo de la
desmesura.
Cuando su proceso de industrialización atrajo a
gente de todo el país y del exterior, a comienzos del siglo pasado, surgieron
decenas de barrios en torno de las grandes fábricas. Lo que hoy es sinónimo de
marginalidad, inseguridad y decadencia en aquel tiempo era, para muchos, la
tierra prometida, un imán irresistible gracias a la oferta laboral, la vastedad
del espacio y, claro, la cercanía con la gran urbe, la Capital Federal.
Así, fue desparramándose como “una mancha de
tinta en un papel”, según la caracterización del sacerdote jesuita Rodrigo
Zarazaga, doctor en Ciencia Política y uno de los mayores estudiosos del
conurbano (compilador, junto a Lucas Ronconi, del libro Conurbano infinito;
2016, Siglo Veintiuno Editores).
Se trató de una expansión caótica, sin
previsión ni límites; una ingeniería social al revés: no eran planes, diseños o
estrategias los que impulsaban el fenómeno, sino desplazamientos incontrolados
de masas.
Mientras esas fábricas producían a tambor
batiente y requerían mano de obra, y el Estado se hacía presente con escuelas,
hospitales y policías, el shock poblacional no tenía todavía niveles de estrés;
sí aparecían síntomas de que se estaba gestando una región de características
muy particulares, por la diversidad de origen de sus habitantes —llegados de
geografías y culturas diferentes—, por los niveles de densidad demográfica que
se iban alcanzando y por las bases económicas poco sustentables de ese
dislocado crecimiento.
Como es sabido, el escenario viró hacia el
drama con el virulento proceso de desindustrialización de los años ochenta: decenas
de plantas cerraron sus puertas.
Al volar por los aires la matriz productiva que
había gestado los nuevos conglomerados, sin otro modelo que la reemplazara,
millones de personas se vieron, casi de un día para otro, virtualmente
abandonadas.
La tierra prometida devino en infierno: faltaba
empleo, se degradó la calidad de vida, afloró la informalidad y el delito,
llegó el narcotráfico (con la complicidad activa de la policía); se
multiplicaron exponencialmente las villas, asentamientos y rancheríos —solo en
La Matanza hay hoy más de ciento cincuenta—, a los que siguieron viniendo
oleadas de inmigrantes del interior y también de países vecinos cuya situación
era incluso peor que la de la Argentina.
La crisis arrastró al sistema educativo y al de
la salud pública, que se vieron desbordados, y la planificación urbana, la
organización del territorio.
En buena parte, hija de esa catástrofe
económica y social es también la degradación de la política en el Gran Buenos
Aires, un proceso que tan bien nos describe, en las estremecedoras historias
que relata en este libro, Daniel Bilotta. Clientelismo, barones, punteros,
compra de votos, trampas electorales, contubernios, mafias…
La política allí suele discurrir por caminos
sinuosos, oscuros, inconfesables. Cualquiera que se acerque al conurbano verá
que su otro sello indeleble es la desigualdad: barrios miserables conviven —en
ocasiones, pared de por medio— con exclusivos countries; de un lado,
apretujados ranchos o casillas a merced del clima, de desahuciados y de narcos;
del otro, enormes chalets con parques, pileta, laguna, instalaciones deportivas
y seguridad privada.
El contraste es tan brutal que estremece; al
mismo tiempo, no es menos llamativa la pacífica vecindad entre realidades
diametralmente opuestas.
Al comparar otros parámetros aparecen
diferencias que resultan no tan estridentes, pero igualmente oprobiosas: vivir
sobre una calle asfaltada o sobre una de tierra (o sendero); tener agua
corriente, cloacas y luz eléctrica, o no tener nada de eso; que por el barrio
pasen colectivos o estar obligado a caminar treinta cuadras; que el terreno sea
propio, de titularidad precaria o producto de una ocupación; que la casa sea de
material o de lo que se fue encontrando por allí; con techo y piso, o como Dios
la trajo al mundo; con baño o con pozo; que haya una escuela cerca o que esté
tan lejos que es imposible llevar a los chicos; tener trabajo o no tenerlo;
empleo formal o en negro; estar a tiro de alguna ONG u organización social, o
en el más absoluto desamparo.
La desigualdad más irritante: algunos
intendentes no viven en sus distritos, sino en pisos de Puerto Madero que valen
millones de dólares. “Nos mudamos acá por la inseguridad”, justificó hace unos
años el hombre fuerte de Lomas de Zamora, Martín Insaurralde.
Tan irredento es el conurbano que hasta carece
de cifras confiables. De muchos partidos no pueden conocerse, porque no los
hay, se ocultan o son distorsionados, los datos más elementales sobre, por
ejemplo, extensión de las redes de servicios públicos, porcentaje de calles
asfaltadas, cantidad y distribución de cámaras de seguridad, finanzas de los
municipios, número real de empleados de los municipios, índices de
criminalidad… incluso sobre la cantidad de pobladores surgen dudas o razonables
sospechas.
Alguna vez pedí al gobierno de María Eugenia
Vidal datos como esos para una nota que estaba haciendo, y prometieron
buscármelos. Dos semanas después, al insistirles, me contestaron: “Imposible,
no encontramos nada. Cuando llegamos, esto era tierra arrasada. Por ejemplo,
recién ahora hicimos un censo para saber cuántas escuelas y cuántos alumnos hay
en la provincia. ¡Ni eso se sabía!”.
El número de villas y asentamientos precarios
del GBA, cerca de mil hace seis años, no se conoció gracias a un relevamiento
del Estado, sino a una investigación de la ONG Techo, dedicada a combatir la
pobreza.
Mi trabajo en La Nación me llevó a recorrer
extensamente el conurbano. Siempre conmueven sus tragedias, que saltan a la
vista, pero también resulta ejemplar el heroísmo silencioso de su gente. Decir
que es un monstruo de mil cabezas no le hace justicia: la realidad es más
vasta, más compleja, no asimilable si no se repara en sus señas particulares y
en los calvarios que atraviesa desde hace tanto tiempo.
Lo que más me llamó la atención en esas
andanzas fue descubrir historias increíbles, fenómenos sorprendentes, cosas
que, puede decirse, probablemente solo ocurren allí.
·
Una escuela en General Pacheco invadida durante años por sus vecinos
para jugar al fútbol, usar sus duchas, hacer asados, refrescarse en el tanque
de agua y poner a pastar caballos.
·
En Laferrere, los 0,50, sistema informal de traslado de pasajeros en autos viejos y
destartalados, no autorizados para circular, que es el rey del transporte en el
distrito, defendido incluso por las autoridades municipales. En Ciudad Celina
(antes, Villa Celina), el mayor enclave boliviano del país, donde en la calle
se habla aymara y quechua, se venden hojas de coca y los locales facturan más
que en el Once y en la avenida Santa Fe.
·
En Solano, límite entre Quilmes y Almirante Brown, “La feria del robado”,
treinta cuadras recorridas por multitudes para comprar, a muy buenos precios,
todo lo que produce el mundo del delito y de la falsificación, desde ropa,
alimentos y herramientas hasta celulares, motos y autos. En la confluencia de
tres de las villas más siniestras de La Matanza, el mayor programa social y
asistencial del país, romovido por un cura villero que jugó al fútbol en River
y en San Lorenzo, es amigo del Papa y tiene pinta de galán de cine. En el
submundo del narcotráfico, las peripecias de un intendente peronista que quiso
hacerle frente y la policía le hizo saber que más le valía ocuparse de sus
cosas.