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Tuesday, July 4, 2023

Lecturas recomendadas 87: Conurbano Salvaje, por Carlos Roberts y Daniel Bilotta

  

Un complemento valioso de la lectura de El Nudo, de Carlos Pagni -que ya comentáramos- es Conurbano Salvaje, recién publicado por los periodistas Carlos Roberts y Daniel Bilotta.

Este libro presenta con cifras pero sobre todo con testimonios e investigacion periodística la realidad conceptual que explica Pagni sobre el Gran Buenos Aires, el mega suburbio que rodea a la ciudad de Buenos Aires (3 millones de habitantes) con 10 millones de personas concentradas en 13.000 km cuadrados (5% de la superficie de la provincia de Buenos Aires) con 40% de los votantes, 150 villas miserias y un problema irresuelto y creciente de pobreza sistémica y degradación social.

Citamos aquí una breve introducción de los autores para dar una idea del contenido del libro que recomendamos:

Aquella tierra prometida, por Carlos M. Reymundo Roberts 

El conurbano bonaerense es un territorio irredento. Enorme, superpoblado, pobre, desigual, feroz… y, además, irredento: lleva más de cuarenta años de declinación, de sistemáticas penurias, sin que nadie atisbe a rescatarlo. Podría decirse que todo allí lleva el signo de la desmesura.

Cuando su proceso de industrialización atrajo a gente de todo el país y del exterior, a comienzos del siglo pasado, surgieron decenas de barrios en torno de las grandes fábricas. Lo que hoy es sinónimo de marginalidad, inseguridad y decadencia en aquel tiempo era, para muchos, la tierra prometida, un imán irresistible gracias a la oferta laboral, la vastedad del espacio y, claro, la cercanía con la gran urbe, la Capital Federal.

Así, fue desparramándose como “una mancha de tinta en un papel”, según la caracterización del sacerdote jesuita Rodrigo Zarazaga, doctor en Ciencia Política y uno de los mayores estudiosos del conurbano (compilador, junto a Lucas Ronconi, del libro Conurbano infinito; 2016, Siglo Veintiuno Editores).

Se trató de una expansión caótica, sin previsión ni límites; una ingeniería social al revés: no eran planes, diseños o estrategias los que impulsaban el fenómeno, sino desplazamientos incontrolados de masas.

Mientras esas fábricas producían a tambor batiente y requerían mano de obra, y el Estado se hacía presente con escuelas, hospitales y policías, el shock poblacional no tenía todavía niveles de estrés; sí aparecían síntomas de que se estaba gestando una región de características muy particulares, por la diversidad de origen de sus habitantes —llegados de geografías y culturas diferentes—, por los niveles de densidad demográfica que se iban alcanzando y por las bases económicas poco sustentables de ese dislocado crecimiento.

Como es sabido, el escenario viró hacia el drama con el virulento proceso de desindustrialización de los años ochenta: decenas de plantas cerraron sus puertas.

Al volar por los aires la matriz productiva que había gestado los nuevos conglomerados, sin otro modelo que la reemplazara, millones de personas se vieron, casi de un día para otro, virtualmente abandonadas.

La tierra prometida devino en infierno: faltaba empleo, se degradó la calidad de vida, afloró la informalidad y el delito, llegó el narcotráfico (con la complicidad activa de la policía); se multiplicaron exponencialmente las villas, asentamientos y rancheríos —solo en La Matanza hay hoy más de ciento cincuenta—, a los que siguieron viniendo oleadas de inmigrantes del interior y también de países vecinos cuya situación era incluso peor que la de la Argentina.

La crisis arrastró al sistema educativo y al de la salud pública, que se vieron desbordados, y la planificación urbana, la organización del territorio.

En buena parte, hija de esa catástrofe económica y social es también la degradación de la política en el Gran Buenos Aires, un proceso que tan bien nos describe, en las estremecedoras historias que relata en este libro, Daniel Bilotta. Clientelismo, barones, punteros, compra de votos, trampas electorales, contubernios, mafias…

La política allí suele discurrir por caminos sinuosos, oscuros, inconfesables. Cualquiera que se acerque al conurbano verá que su otro sello indeleble es la desigualdad: barrios miserables conviven —en ocasiones, pared de por medio— con exclusivos countries; de un lado, apretujados ranchos o casillas a merced del clima, de desahuciados y de narcos; del otro, enormes chalets con parques, pileta, laguna, instalaciones deportivas y seguridad privada.

El contraste es tan brutal que estremece; al mismo tiempo, no es menos llamativa la pacífica vecindad entre realidades diametralmente opuestas.

Al comparar otros parámetros aparecen diferencias que resultan no tan estridentes, pero igualmente oprobiosas: vivir sobre una calle asfaltada o sobre una de tierra (o sendero); tener agua corriente, cloacas y luz eléctrica, o no tener nada de eso; que por el barrio pasen colectivos o estar obligado a caminar treinta cuadras; que el terreno sea propio, de titularidad precaria o producto de una ocupación; que la casa sea de material o de lo que se fue encontrando por allí; con techo y piso, o como Dios la trajo al mundo; con baño o con pozo; que haya una escuela cerca o que esté tan lejos que es imposible llevar a los chicos; tener trabajo o no tenerlo; empleo formal o en negro; estar a tiro de alguna ONG u organización social, o en el más absoluto desamparo.

La desigualdad más irritante: algunos intendentes no viven en sus distritos, sino en pisos de Puerto Madero que valen millones de dólares. “Nos mudamos acá por la inseguridad”, justificó hace unos años el hombre fuerte de Lomas de Zamora, Martín Insaurralde.

Tan irredento es el conurbano que hasta carece de cifras confiables. De muchos partidos no pueden conocerse, porque no los hay, se ocultan o son distorsionados, los datos más elementales sobre, por ejemplo, extensión de las redes de servicios públicos, porcentaje de calles asfaltadas, cantidad y distribución de cámaras de seguridad, finanzas de los municipios, número real de empleados de los municipios, índices de criminalidad… incluso sobre la cantidad de pobladores surgen dudas o razonables sospechas.

Alguna vez pedí al gobierno de María Eugenia Vidal datos como esos para una nota que estaba haciendo, y prometieron buscármelos. Dos semanas después, al insistirles, me contestaron: “Imposible, no encontramos nada. Cuando llegamos, esto era tierra arrasada. Por ejemplo, recién ahora hicimos un censo para saber cuántas escuelas y cuántos alumnos hay en la provincia. ¡Ni eso se sabía!”.

El número de villas y asentamientos precarios del GBA, cerca de mil hace seis años, no se conoció gracias a un relevamiento del Estado, sino a una investigación de la ONG Techo, dedicada a combatir la pobreza.

Mi trabajo en La Nación me llevó a recorrer extensamente el conurbano. Siempre conmueven sus tragedias, que saltan a la vista, pero también resulta ejemplar el heroísmo silencioso de su gente. Decir que es un monstruo de mil cabezas no le hace justicia: la realidad es más vasta, más compleja, no asimilable si no se repara en sus señas particulares y en los calvarios que atraviesa desde hace tanto tiempo.

Lo que más me llamó la atención en esas andanzas fue descubrir historias increíbles, fenómenos sorprendentes, cosas que, puede decirse, probablemente solo ocurren allí.

·         Una escuela en General Pacheco invadida durante años por sus vecinos para jugar al fútbol, usar sus duchas, hacer asados, refrescarse en el tanque de agua y poner a pastar caballos.

·         En Laferrere, los 0,50, sistema informal de traslado de pasajeros en autos viejos y destartalados, no autorizados para circular, que es el rey del transporte en el distrito, defendido incluso por las autoridades municipales. En Ciudad Celina (antes, Villa Celina), el mayor enclave boliviano del país, donde en la calle se habla aymara y quechua, se venden hojas de coca y los locales facturan más que en el Once y en la avenida Santa Fe.

·         En Solano, límite entre Quilmes y Almirante Brown, “La feria del robado”, treinta cuadras recorridas por multitudes para comprar, a muy buenos precios, todo lo que produce el mundo del delito y de la falsificación, desde ropa, alimentos y herramientas hasta celulares, motos y autos. En la confluencia de tres de las villas más siniestras de La Matanza, el mayor programa social y asistencial del país, romovido por un cura villero que jugó al fútbol en River y en San Lorenzo, es amigo del Papa y tiene pinta de galán de cine. En el submundo del narcotráfico, las peripecias de un intendente peronista que quiso hacerle frente y la policía le hizo saber que más le valía ocuparse de sus cosas.

Un territorio en disputa, por Daniel Bilotta 

Por un rasgo cultural inherente a la fundación de Buenos Aires, los barrios que aparecen aquí se asentaron en las zonas cercanas a fuentes naturales de agua. Aunque, en este caso, ahora estén contaminadas. Pero también es uno de los pocos ríos donde se asume, por costumbre, que nadie es sancionado por volcar desechos. Por lo general, los terrenos que se ocuparon fueron los más cercanos a las orillas porque son los que quedaron alisados por los cíclicos desbordes.

La práctica iniciada a fines del siglo XIX por quienes trabajaban en los mataderos de esa región fue recuperada a mediados del XX por aquellos que necesitaban tener un techo propio y no podían comprarlo ni tampoco costear un alquiler. Sobre esas tierras de casi nulo valor inmobiliario en aquel momento se fueron constituyendo las denominadas “villas”, donde, por supuesto, escasea el agua potable y no hay cloacas.

Esa lógica aluvional fue perfeccionada después por quienes percibieron la oportunidad de montar un emprendimiento comercial sobre la urgencia de millares de desposeídos. Se encargaron de organizar las ocupaciones e, incluso, vendieron tierras fiscales o de terceros sin ningún tipo de autorización legal para hacerlo.

El crecimiento poblacional y económico combinado con el destino de megalópolis que parece aguardar a Lomas de Zamora le hizo cobrar a esas tierras otro valor comercial y político.

Allí habita casi el 40% de los electores de ese partido, que tiene casi 800.000 habitantes, según el último censo. Ese fenómeno es común a toda la periferia del Gran Buenos Aires y en él reside la importancia que cobra ese conglomerado en cada comicio.

En el conurbano viven dos tercios del total de los que votan en la provincia de Buenos Aires, que, a la vez, contiene a casi el 40% del total de electores de todo el país. Desde otra perspectiva, esos casi diez millones de personas ocupan y viven en una extensión de casi 13.000 kilómetros cuadrados.

Es menos del 5% de la superficie total de la provincia de Buenos Aires: 307.571 kilómetros cuadrados.

Quienes viven a las orillas del río suelen trabajar en áreas de servicios de la ciudad de Buenos Aires, de la que están muy cerca en un sentido estricto. Tanto que muchos de ellos ni siquiera conocen el microcentro del distrito en el que viven. Tampoco su palacio municipal. Su vínculo con esa jurisdicción es casi inexistente. Pero cobra vida a raíz de la disputa entablada con sus autoridades por la legitimidad de sus derechos sobre esas tierras.

El municipio se empeña en demostrar que su presencia es irregular, y quienes están allí, en justificar lo contrario. La idea del consenso ligada al espíritu del Estado dentro del sistema democrático pasa a convertirse en una utopía en esta situación.

Esas tensiones permiten descubrir gestos maravillosos, y otros, no tanto. Ese es el atractivo que despertaron. Y la razón para contarlas.

·         Algunas siguen apareciendo mientras estamos terminando este libro. Vale la pena referirse someramente a una: La chanchería. Un predio abandonado que recibió ese nombre porque mientras estuvo activo se dedicó a la cría de ganado porcino. Una vez que quedó vacío fue ocupado. Se ubica próximo al complejo deportivo que el Club Atlético Los Andes tiene en Villa Albertina. Uno de los parajes descriptos para llegar al barrio Nueva Esperanza (capítulo 4). Como todos en esa zona, sus habitantes están expuestos a la inseguridad y al robo de sus pocas pertenencias.

·         A esa modalidad se sumó ahora la sustracción de menores, aprovechando los momentos en que se ausentan sus padres. No piden rescate por ellos. Simplemente desaparecen. Algunos le atribuyen este fenómeno reciente a la inserción del narco en la periferia y a las nuevas formas del delito que ha incorporado.

Concluimos el comentario citando el elocuente y vehemente Prologo de Jorge Fernandez Diaz:

Prólogo, por Jorge Fernández Díaz

Bilotta, un baqueano natural de este verdadero “continente perdido”, y Reymundo Roberts, un cronista minucioso y asombrado, se unen para trazar la topografía de un fenómeno que causa espanto y preocupación, y de a ratos, una comicidad involuntaria. Retratan una tierra hostil formada por diversas comunidades con culturas a veces antagónicas, que es el reino de la desigualdad, y donde campean la improvisación constante, la tendencia al caciquismo y la desmesura, y donde las leyes fácticas se imponen a las formales. Los hallazgos de estos rastreadores provocan sorpresa porque los medios de comunicación nacionales han dado históricamente la espalda a ese otro país, lo cubren desde lejos y no suelen llevar un registro diario de sus anomalías. Sin el foco constante y la denuncia mediática, se han ido naturalizando allí prácticas incompatibles con un estado de derecho.

Estamos hablando de un universo de aproximadamente diez millones de personas, y de una región que resulta crucial en cualquier elección; también, el bastión simbólico y operativo del justicialismo. En algunos de los confines del conurbano, el clientelismo y el adoctrinamiento han sido tan sistemáticos que resulta “inconcebible no ser peronista”, como demuestran los autores. Fase superior del populismo feudal: reducir el electorado a servidumbre, convertir a la víctima en dependiente de su propio verdugo. Que con sus desastrosas políticas económicas y sociales la condenó a la miseria, pero que a la vez se mantuvo cerca para “salvarla” eventualmente de la inanición final con limosnas y recoger de ese modo su respaldo el día D en las urnas.

Si algo queda claro es que la cacareada “industrialización kirchnerista” de los últimos veinte años es una mentira patética, y que toda esta metodología regresista y trucha nada tiene que ver con la palabra “progresismo”; más bien se parece sospechosamente al viejo y rancio conservadurismo bonaerense, tan reconocido por sus metodologías mafiosas.



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